México, la vergüenza del hemisferio

A las once de la noche del primero de julio, a unos minutos de que el consejero presidente del IFE anunciara el porcentaje de votos para cada candidato arrojado por el PREP, apagué la computadora y me fui a la cama, mientras afuera de mi casa los simpatizantes de López Obrador gritaban consignas en contra de un posible fraude y a favor del candidato. Un par de horas antes todos esperaban callados y confundidos frente al Hilton de Reforma a que el conteo avanzara lo suficiente como para celebrar un posible triunfo o preocuparse por las consecuencias de perder de nuevo. El espectro del fracaso parecía anunciarse en el retraso del posible ganador, como si la espera fuera una forma de anunciar que las cosas no estaban marchando bien.

Hace seis años, la alternancia que había comenzado con el milenio se veía en el Bajío –donde vivía y estudiaba– con la esperanza y tranquilidad suficiente como para que el PAN continuara en el poder. López Obrador se le vendió a la gente como un peligro para esa transición que tanto había costado, y que a lo largo de un sexenio había conseguido cierta estabilidad en sus bolsillos. Los medios manejaron los señalamientos de fraude como una impertinencia propia del que no sabe perder, del intransigente que iba a despojar a la clase media de sus comodidades para repartirlas entre los pobres, como si la constitución no protegiera la propiedad privada o el proyecto alternativo de nación de “El Peje” fuera una versión disfrazada del comunismo más recalcitrante, aquel que había atormentado las buenas conciencias de los gringos después de la Segunda Guerra.

Aquel penoso momento para la democracia mexicana me tocó vivirlo lejos. A finales de septiembre de 2006 me fui a Madrid por seis meses a estudiar. Tenía diecinueve años, casi veinte, por lo que la política me interesaba casi lo mismo que un tratamiento para la diabetes: mis objetivos en Europa estaban encaminados a viajar, conocer gente, acumular experiencias. Aunque revisaba regularmente las noticias y mis amigos y familia me compartían lo que pensaban y veían respecto al fraude, la toma de Reforma, el ejército en Ciudad Juárez, etc., nunca me preocupé a causa de la permanencia del PAN en el poder. Era inmaduro e ingenuo. Políticamente inocente, aún no decepcionado.

A principios de 2007, todavía en España, un turco que atendía un local de kebabs al que iba regularmente me preguntó cuál era mi opinión sobre López Obrador. Después de un viaje que había hecho en su juventud a México se mantuvo atento a todo lo que ocurriera en ese país exótico y lleno de gente amable. Hacía mucho que no hablaba con un mexicano, por lo que después de seguir de cerca el cambio de mando entre los gobiernos panistas se sintió emocionado por lo que yo pudiera contarle de mi experiencia. Pero fue poco lo que pude decirle, aunque mucho lo que yo aprendí de él. A pesar de que fue poco el tiempo que compartimos hablando de política, desde entonces comencé a volverme más consciente de la magnitud de ese dominio: así como una persona solo puede enamorarse una, dos veces en su vida –me dijo una vez– también uno puede soportar solo una o dos decepciones políticas. No porque sea cuestión de resistencia, sino porque la esperanza que lleva consigo el amor y la política es cuestión de juventud. Después de creer y decepcionarte lo que viene es la indiferencia, el endurecimiento, la vejez.

Creo que todos supimos desde el principio lo que iba a pasar en estas elecciones. Lo supimos pero creímos en otra alternativa: la de mantener el status quo sin mermar el poder adquisitivo al mismo tiempo que se prolongaban los valores (¿cristianos?, ¿católicos?) de la doble moral clasemediera, o un cambio efectivo, utópico, que pudiera llevar a México de ser la vergüenza del hemisferio a un ejemplo de crecimiento, que transformara poco a poco el tuétano de la corrupción por un firme esqueleto de institucionalidad. Tal vez sea injusto acusar a los panistas de no haber emitido el famoso “voto útil” a favor de un proyecto que era mejor que el suyo, pero hay que hacerlo, porque detrás de su cautela está la infamia de la mediocridad: “si con el PAN me ha ido bien, ¿por qué arriesgarme a votar por algo con lo que me puede ir mejor?”

Después de acostarme estuve escuchando el alboroto de la gente frente al Hilton durante una hora más o menos, mientras pensaba en la oscuridad de mi recámara lo que sería de mi destino durante el próximo sexenio, años perdidos de los que me iba a sentir avergonzado durante el resto de mi vida. Al imaginarme a López Obrador sentí ganas de llorar, porque a pesar de sus defectos tal vez no vuelva a haber en muchos años un político tan enamorado de México, tan ansioso por cambiarlo, tan desesperado por no querer perder más tiempo. Durante las campañas vi pasar numerosas veces desde el balcón de mi departamento a un puñado de la juventud de México que se sintió esperanzada, que se dejó seducir por el “mesías tropical”, como lo llamó  en su momento el nefando Krauze, pero sobre todo, que vio en el PRI al peor de los males.

¿Quiénes fueron entonces los 17 millones que votaron por el PRI, los que le han dado en la madre a una generación de jóvenes, los que desperdiciaron la oportunidad del cambio y nos han hecho lucir como el animal más torpe que tropieza dos veces con la misma piedra? Las élites, los acarreados, los que tendrán hueso, los de las despensas y los quinientos pesos, los idiotizados por Televisa, los tristemente ignorantes. Todos los demás son los despojados de la esperanza, los que tendrán que vivir en la indiferencia bajo un régimen conducido por un idiota. O los que escaparán del país, haciendo de este  lugar un yermo aún más despoblado de oportunidades para el cambio de lo que ya es ahora.

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